Me levanté a las dos de la mañana y la luz de la cocina correspondía a Dietrich preparándose unas tostadas. Yo no solía entender sus intenciones ni dominar sus horarios, pero era como los latidos de la casa: a la madrugada él existía, o seguía existiendo.
Los martes, de cualquier manera, solíamos sentarnos a la mesa al despertarme, y tomar dos tazas de café negro. Yo solía contarle mis sueños, mientras él escribía en una libretita azul. No estoy seguro, pero hubiera pensado que los publicaría en forma de libro. Yo tomaba mi café negro silenciosamente, fumando y hablando de unicornios, hablando de peces, hablando de ladrilos que hablaban, y él escuchaba con aire distraído, del que yo podía inferir que era el aire más atento que se podía tener. Cuando se terminaba el café, Dietrich desaparecía por la entrada de la casa y no solía verlo hasta el mediodía, salvo excepciones siempre curiosas: una vez apareció sólo para cambiar la ventana del baño, otra vez volvió cinco minutos a media mañana para dejar dos valijas llenas de libros sobre su cama.
Usualmente no podía dormir más, pero mi turno de trabajo no comenzaba hasta las seis. Desde la partida de Dietrich todo se volvía de nuevo silencioso y aburrido, entonces me acordaba de Daphne. Daphne era una pelirroja francesa que vivía en el 6, al fondo de la galería izquierda, de modo que su ventana quedaba casi enfrente de la mía -diría enfrente, pero hubiera sido una imprecisión: fue mas un desacierto del arquitecto, que pensó que sería gracioso no dejarme ver por las noches a la ventana de Daphne.
Esa noche hacía calor y los grillos cantaban desde sus escondites. Atravesé el patio bordeando el inmenso cantero cubierto de madreselvas, a la vez que observaba las estrellas que iluminaban mi camino, pero más iluminaban la puerta del 6. Adentro se sentía la respiración acompasada de Daphne. Sé que el casero no hubiera aprobado del todo mi actitud en este momento -estaba en contra del reglamento de la buena convivencia despertar a mitad de la noche a los demás pensionistas-, pero también sabía que a Daphne eso no le importaba mucho. Siempre quiso dormir quince minutos como Da Vinci y siempre durmió diez horas seguidas, entonces agradecía mis intromisiones a la madrugada.
Cuando abrí la puerta las estrellas también iluminaron su pequeña alfombra de 'Bienvenidos'. La tenía adentro de su habitación, contrariamente a las buenas costumbres, alegando que era ella quien decidía a quién dejar pasar y a quién no. Por lo demás, yo me sabía bienvenido. Dejé la puerta abierta y tomé asiento en una silla en el rincón, mirando alternadamente al paralelogramo de estrellas en el piso y a la roja cabellera de Daphne, que rebosaba apenas su almohada. La miré por diez minutos, y sin decirle nada, ella había abierto los ojos.
—Qué sorpresa... —me dijo, todavía envuelta en una densa telaraña.
—Quel bonheur á ma vie —preferí responder—, te voir en dormant et venir á te reveiller.
—Merde, c'est toi. Mais merci.
—De nada —dije, y me levanté de mi silla. Estuve unos segundos parado en el medio de la habitación, sin saber qué hacer. Miré alrededor. Las estrellas proyectaban una luz extraña sobre las paredes. Sobre la pared opuesta a la entrada se veía su biblioteca, un nutrido estante con numerosos lomos que se asomaban en desorden, ya manipulados. Esto me llevó a mirar a Daphne. ¿Habría soñado con alguno de ellos?
Sobre la pared izquierda, había dos cuadros: Charles de Gaulle y Patti Smith. Más abajo, un escritorio con papeles en francés y en español. Daphne había sido traductora para una empresa de ediciones, pero lo había dejado hacía dos meses. Todavía tenía trabajo pendiente que a veces hacía en su aburrimiento culpable por las noches. Le pregunté por qué lo definía como 'culpable', y me dijo que el genio no debería aburrirse, pero yo le dije que a veces era inevitable. Desde entonces trabajaba en forma más relajada. Qué calvario debía ser querer ser una cosa que jamás se podría ser, pensé casi musicalmente. Pero a Daphne no parecía importarle más que en la teoría: apenas si se esforzaba, todavía, para encontrar un nuevo trabajo.
Sobre la parte superior del escritorio había tres fotografías enmarcadas. Una de ella con sus padres, dos franceses sonrientes, su padre de unos poderosos ojos azules y su madre de una cabellera roja aún más viva que la de Daphne. Ninguno de los dos estaba vivo, habían muerto en un accidente. La foto había sido tomada en Lascaux hacía diez años. La sonrisa de Daphne parecía de una eternidad irrevocable. La segunda foto, una de una inexpresiva Daphne en una playa, nunca supe cuál, bastante reciente. Había mucho viento. La tercera de un hombre joven y de piel oscura, con una mirada penetrante. De fondo, un prolijo jardín de flores rojas y hojas verdes. Sabiéndola todavía enmarañada en un sueño que no se decidía a irse -y por eso, más sincera-, le pregunté restándole importancia quién era ese hombre joven.
—Marc —respondió con una voz pesada. Agregó después de unos segundos: —solía amarlo pero pensaba que tenía un mapamundi en su prepucio.
Las estrellas seguían alumbrando el suelo cubierto de pullóveres crema y jeans gastados. Yo me senté, y al cabo de diez minutos de espera, prendí el segundo cigarrillo de la noche.
Los martes, de cualquier manera, solíamos sentarnos a la mesa al despertarme, y tomar dos tazas de café negro. Yo solía contarle mis sueños, mientras él escribía en una libretita azul. No estoy seguro, pero hubiera pensado que los publicaría en forma de libro. Yo tomaba mi café negro silenciosamente, fumando y hablando de unicornios, hablando de peces, hablando de ladrilos que hablaban, y él escuchaba con aire distraído, del que yo podía inferir que era el aire más atento que se podía tener. Cuando se terminaba el café, Dietrich desaparecía por la entrada de la casa y no solía verlo hasta el mediodía, salvo excepciones siempre curiosas: una vez apareció sólo para cambiar la ventana del baño, otra vez volvió cinco minutos a media mañana para dejar dos valijas llenas de libros sobre su cama.
Usualmente no podía dormir más, pero mi turno de trabajo no comenzaba hasta las seis. Desde la partida de Dietrich todo se volvía de nuevo silencioso y aburrido, entonces me acordaba de Daphne. Daphne era una pelirroja francesa que vivía en el 6, al fondo de la galería izquierda, de modo que su ventana quedaba casi enfrente de la mía -diría enfrente, pero hubiera sido una imprecisión: fue mas un desacierto del arquitecto, que pensó que sería gracioso no dejarme ver por las noches a la ventana de Daphne.
Esa noche hacía calor y los grillos cantaban desde sus escondites. Atravesé el patio bordeando el inmenso cantero cubierto de madreselvas, a la vez que observaba las estrellas que iluminaban mi camino, pero más iluminaban la puerta del 6. Adentro se sentía la respiración acompasada de Daphne. Sé que el casero no hubiera aprobado del todo mi actitud en este momento -estaba en contra del reglamento de la buena convivencia despertar a mitad de la noche a los demás pensionistas-, pero también sabía que a Daphne eso no le importaba mucho. Siempre quiso dormir quince minutos como Da Vinci y siempre durmió diez horas seguidas, entonces agradecía mis intromisiones a la madrugada.
Cuando abrí la puerta las estrellas también iluminaron su pequeña alfombra de 'Bienvenidos'. La tenía adentro de su habitación, contrariamente a las buenas costumbres, alegando que era ella quien decidía a quién dejar pasar y a quién no. Por lo demás, yo me sabía bienvenido. Dejé la puerta abierta y tomé asiento en una silla en el rincón, mirando alternadamente al paralelogramo de estrellas en el piso y a la roja cabellera de Daphne, que rebosaba apenas su almohada. La miré por diez minutos, y sin decirle nada, ella había abierto los ojos.
—Qué sorpresa... —me dijo, todavía envuelta en una densa telaraña.
—Quel bonheur á ma vie —preferí responder—, te voir en dormant et venir á te reveiller.
—Merde, c'est toi. Mais merci.
—De nada —dije, y me levanté de mi silla. Estuve unos segundos parado en el medio de la habitación, sin saber qué hacer. Miré alrededor. Las estrellas proyectaban una luz extraña sobre las paredes. Sobre la pared opuesta a la entrada se veía su biblioteca, un nutrido estante con numerosos lomos que se asomaban en desorden, ya manipulados. Esto me llevó a mirar a Daphne. ¿Habría soñado con alguno de ellos?
Sobre la pared izquierda, había dos cuadros: Charles de Gaulle y Patti Smith. Más abajo, un escritorio con papeles en francés y en español. Daphne había sido traductora para una empresa de ediciones, pero lo había dejado hacía dos meses. Todavía tenía trabajo pendiente que a veces hacía en su aburrimiento culpable por las noches. Le pregunté por qué lo definía como 'culpable', y me dijo que el genio no debería aburrirse, pero yo le dije que a veces era inevitable. Desde entonces trabajaba en forma más relajada. Qué calvario debía ser querer ser una cosa que jamás se podría ser, pensé casi musicalmente. Pero a Daphne no parecía importarle más que en la teoría: apenas si se esforzaba, todavía, para encontrar un nuevo trabajo.
Sobre la parte superior del escritorio había tres fotografías enmarcadas. Una de ella con sus padres, dos franceses sonrientes, su padre de unos poderosos ojos azules y su madre de una cabellera roja aún más viva que la de Daphne. Ninguno de los dos estaba vivo, habían muerto en un accidente. La foto había sido tomada en Lascaux hacía diez años. La sonrisa de Daphne parecía de una eternidad irrevocable. La segunda foto, una de una inexpresiva Daphne en una playa, nunca supe cuál, bastante reciente. Había mucho viento. La tercera de un hombre joven y de piel oscura, con una mirada penetrante. De fondo, un prolijo jardín de flores rojas y hojas verdes. Sabiéndola todavía enmarañada en un sueño que no se decidía a irse -y por eso, más sincera-, le pregunté restándole importancia quién era ese hombre joven.
—Marc —respondió con una voz pesada. Agregó después de unos segundos: —solía amarlo pero pensaba que tenía un mapamundi en su prepucio.
Las estrellas seguían alumbrando el suelo cubierto de pullóveres crema y jeans gastados. Yo me senté, y al cabo de diez minutos de espera, prendí el segundo cigarrillo de la noche.